martes, 9 de noviembre de 2010

Bellisima nota del diario La nación (Arg) sobre Cristiano Lucarelli.

El fetejo, en enero, aun en Livorno; al lado
una manifestación en favor de Palestina y el puerto de la pequeña aldea.

Por Ariel Ruya
LA NACION

Si fuese retratada por un pintor, por un artista, por un artesano, Livorno sería decorada, sería exhibida, sería esculpida con el color de la pasión. Rojo sangre, rojo furioso. Rojo fuego. Vieja aldea de pescadores, convertida en un centro industrial a orillas del Mediterráneo, es algo así como la tierra en la que nació, creció y se consolidó el comunismo a la italiana. Sus calles respiran nostalgia. Aroma a pasado. Solidario, campesino, violento, extremo. Hijo de un estibador portuario, sindicalista soñador y radical, solía abrir los ojos el pequeño Cristiano a las cuatro de la mañana cuando su padre se arremangaba como cada día, en busca de algún intrépido pez que engañara el estómago para toda una familia (madre, hermano, abuelos y tíos), todos juntos en una habitación de puertas abiertas, en un barrio marítimo de mala fama conocido como Shanghai.

El pequeño Cristiano se fue haciendo hombre obsesionado con tres elementos que lo marcarían a fuego: un balón, una hoz y un martillo. Alto y corpulento, ensayaba pelotazos durante el día y releía el Manifiesto Comunista por las noches. En su pequeña pieza (tamizada de sombras) colgaba un viejo póster de Lenin en lugar de uno de algún futbolista. Se despegaba y pegaba, según el viento, un sonriente Antonio Gramsci en lugar de una bella mujer, como se imponía en aquellos tiempos. Y Cristiano, con los años, fue reconocido por su apellido, Lucarelli, por sus potentes disparos y, sobre todo, por esa pasión que lo enceguece: el amor por el proletariado. En un mundo de obsesiones materiales, aún hoy cuando su carrera descubre, acaso, su penúltimo andén, a los 35 años, despuntando el vicio en Napoli, sigue siendo el abanderado de los humildes. El goleador de los obreros.

De tanto en tanto, este artillero de raza, de esa clase de jugadores que se reconocen sólo en el área, suele pararse en las gradas del viejo estadio de Livorno, entre banderas del Che Guevara, Mao y Lenin, como si se tratara de los idealistas y violentos años sesenta. Orgulloso, entre alguna lágrima que recorre su rostro, entona Bella Ciao y Bandiera Rossa, canciones populares de ribetes políticos. Su vida, en realidad, es la militancia. El fútbol es una excusa: hasta suele apoyar obras benéficas y huelgas de obreros. Algo más que sus celebraciones con el puño izquierdo elevado hacia el cielo. Es que, con menos de 21 años, se hizo conocido en el mundo, simplemente, por exponerse tal cual es. Polémico, irreverente.

Transcurría 1997. El Sub 21 de Italia se enfrentaba con Moldavia y, entre forcejeos y patadas, Lucarelli marcó un golazo, se subió a un cartel de publicidad y expuso en vivo la camiseta que vestía debajo de la azzurra : un Che Guevara sonriente. No hizo falta nada más: la Federación de Italia pidió, con sutileza, que ese chico irreverente no fuese convocado nunca más. Y así fue? al menos, hasta 2005, cuando se vistió de italiano otra vez en un juego contra Serbia, a los 29 años. Marcó un gol, fiel a su costumbre. Ya había pasado por varios clubes: Perugia, Atalanta, Lecce, Torino, con fortuna despareja. Hasta que el pequeño gran adversario de Juventus le ofreció clausurar su futuro económico: un millón de euros por una temporada. "Para algunos, un sueño es ser millonario. Comprarse una Ferrari, un yate. Para mí, lo mejor de mi vida sería jugar en Livorno", contó a mediados de 2003. Rechazó el convite y se volvió a casa, en la segunda división, a cambio de 500.000 euros, aunque unos miles irían a obras de caridad. Hasta se publicó un libro en su honor: Quédense con sus millones , se llama. Irónico, irreverente, provocador. Como él.

Goleador y figura, héroe y emblema, lloró como un niño cuando devolvió a su pueblo al calcio mayor: Livorno era de primera 55 años después. Con la camiseta 99 en la espalda (el mismo número de hoy), por el año de la creación de la Brigada Autónoma Livornesa, un brazo sugerente, mezclado de pelota de izquierda. Alguna vez conoció a Aleida Guevara, la hija del Che, de visita por Italia. Alguna vez, durante una temporada, hizo un pacto con un diario doméstico: invertir la mitad de sus ingresos en la creación de nuevos empleos.

La aventura de la vida lo encuentra en Nápoles, aunque casi no ha participado. Para Cristiano Lucarelli es lo de menos. Seguramente, volverá a Livorno, en segunda división. Lo devolverá a primera. Y retirado, cantará la canción de siempre. Esa que parece de otro tiempo, aunque parezca tan vigente.

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